Por Oscar García

Allá en las postrimerías de la época que en términos arqueológicos ha sido llamada época posclásica (1300 d.C. aprox) habitaron estas tierras, donde ahora se localiza la ciudad de San Juan del Río, grupos sedentarios amantes de la vida silvestre, de la tierra y de los astros.


Aquellos hombres traían ya consigo toda una herencia cultural mesoamericana, es decir cosechaban el maíz principalmente, la calabaza, el Chile y demás yerbas nutritivas, la complementaban con la crianza de algunos animales; guajolote, pato, venado etc. poseían el conocimiento suficiente en arquitectura para levantar montículos y pirámides, dándoles uso de tipo ritual, así como de estrategia militar.

En lo que actualmente se conoce como el barrio de la cruz, existía la plaza principal. Se encontraba esta en tierras altas y tenía la mejor vista del valle, por donde se podía apreciar limpiamente el camino que venía del norte.

Eran los tiempos en que precisamente estaba en su apogeo la ciudad de Tula, con sus impresionantes atlantes.

La plaza principal estaba formada por una pirámide como elemento principal, la cual servía como centro ceremonial, en donde residía el espíritu mismo del pueblo. A su alrededor se encontraban las casitas hechas de adobe y techos de palma. Río abajo se localizaban las famosas “chinampas”, auténticos jardines flotantes que constituían la base de la floreciente agricultura del valle.

 


Frente a la pirámide, se encontraba un gran taller de cerámica que contaba con un enorme horno, donde se realizaba el trabajo que mayor jerarquía alcanzaba dentro de esa sociedad. Trabajar el barro significaba ser un hombre audaz, avesado, inteligente y culto. Era como si se entrase en comunión con la madre tierra. Era conocer sus secretos, era entrar en contacto con los dioses. Por supuesto no cualquiera era digno de tener acceso al taller-templo, el cual era conocido con el nombre de Tzompantli.

Al fondo del mismo habían 2 ídolos con rasgos antropomorfos. El primero tenía facciones muy grotescas y representaba a Xipe (desollado), el cual exigía mes con mes el sacrificio de un niño y su respectivo desollamiento frente al sanguinario Dios. El segundo era un viejo enjuto con un gran caso en sus espaldas, donde se debía conservar siempre vivo el fuego. Este Dios representaba a Huehueteotl (dios del fuego).

El puesto de jefe de Tzompantli era hereditario, o sea pertenecía única y exclusivamente a una familia de guerreros, la cual era la que llevaba las riendas de los destinos de ese gran pueblo Otomí. La organización social estaba determinada por el clan, que se caracterizaba por la práctica del totemismo, es decir una especie de culto a los antepasados, generalmente bajo la forma de algún animal. Este era como un aliado, un pariente o un antepasado bienhechor.

Las ideas mágicas regían la cosmovisión Otomí, pues el trabajo en el campo se ajustaba a la llegada de las estaciones, al devenir del tiempo que notaban tenía un ciclo, al cual también pertenecían sus propias vidas; y así las épocas de siembra y de cosecha, representaban los momentos culminantes de la agricultura, cuya producción permitía la supervivencia del grupo.

Tzoltzin que era el jefe del Tzompantli, pertenecía al clan de la lechuza blanca, era alto y fuerte, poseía una mirada que parecía traspasar las nubes en las predicciones que hacía del temporal. Trabajaba a diario hasta mucho tiempo después de que el sol se hubiera puesto, pues tenía mucha demanda su cerámica; fabricaba entre otras cosas, vasijas hermosas, ollas y cajetes continuando la tradición decorativa que había heredado de sus antepasados, la cual consistía en aplicar rojo sobre bayo, con diseños geométricos. La policromía la conseguía mediante altísimas temperaturas -generadas en su horno- combinadas con ciertos extractos de plantas, en especial –y solo el sabía por que- de cierto tipo de cactáceas, mismas que conseguía a través de largos y peligrosos viajes hacia el norte.

Por esas fechas se acercaba la gran fiesta o ceremonia del “fuego nuevo”, que celebraba su pueblo cada 50 años, la cual se hacía en honor a un fenómeno celestial; 2 luceros se alineaban en el cielo justo en el occidente, opuestos totalmente al sol, cuyo significado era interpretado como un desafío directo al sol que dos deidades poderosas y lejanas hacían cada media centuria. Por lo que el astro rey requería de todo el apoyo posible del pueblo Otomí. Para lo cual era necesario sangre........sobre todo pura y no contaminada por el peso de los años.

Los berridos infantiles taladraban los oídos de Tzoltzin cuando fueron sacados de la choza que servía de prisión y llevados ante él; mas sin embrago éste se mostraba indiferente, pues Xipe esperaba impaciente el preciado líquido para después, con la velocidad del rayo ir a entregárselo al gran dios y así cargar energía para la gran batalla que estaba librando en los cielos para beneficio de su pueblo.



Tzoltzin por un instante recordó, que cuando estaba en plena batalla contra un grupo Pame del norte –de donde habían tomado prisioneros a esos niños- unos días antes, había visto, entre el fervor de la batalla, unos ojillos negros resplandecientes que luchaban valientemente al lado de los suyos –los pames- llamándole poderosamente la atención, que a pesar de su corta edad manejara perfectamente el lenguaje y movimientos del guerrero pame. De pronto sus pensamientos fueron interrumpidos por el griterío de la muchedumbre que exigía el comienzo de la sanguinaria ceremonia.

El pesado pedernal pareció cortar el mismo aire al cruzar velozmente el corto trayecto, entre la máxima altura alcanzada por las manos juntas –con la piedra entre ellas- del verdugo y el pequeño y lánguido pecho del primer pequeño. La habilidad de las manos ejecutantes pusieron al descubierto de un tajo, el todavía palpitante corazón del infante; de un rápido y certero “jalón” fue arrancado el órgano, y tras de beber ávidamente la sangre que escurría todavía de este, fue presentado a la multitud que rompió en una gritería excitante; el espectáculo era alucinante. De pronto, a un movimiento de Tzoltzin los gritos poco a poco fueron apagándose, hasta reinar un pesado silencio. Con toda solemnidad dio media vuelta, y con el corazón entre sus manos se postró ante la efigie de Xipe, que había sido puesta sobre un altar, fuera del tzompantli, y depositándolo en un canasto debajo del altar, dio la orden de traer a la siguiente víctima.......

Cuantos corazones sacó esa tarde? Quince?, veinte? No lo sabía, para cerca del anochecer se encontraba en un estado mental tan alterado, que antes de practicar el último sacrificio humano, sintió la necesidad imperiosa de ejecutar la danza de la lechuza. Danza que por cierto, siempre que se encontraba en ciertos estados de conciencia tan alterada, como ese día, le ayudaba a disipar toda emoción hasta lograr nuevamente la claridad y el control de si mismo. Terminó el baile exhausto y empapado en sudor, pero aun tuvo energía suficiente para finalizar con un gran salto al tiempo que lanzaba un chillido desgarrador, increíblemente parecido al que emitía la lechuza –su animal tótem- en las noches cuando cazaba. Una vez repuesto del cansancio, con la cabeza dio la orden de hacer pasar a la última víctima de esa noche.

No le impresionó en lo mas mínimo los bramidos que el chico lanzaba. El solo cerraba los ojos en evidente gesto de concentración, empuñando el filoso pedernal con los brazos abajo, a la altura de su pubis. Alzó los brazos preparando el letal movimiento, abrió los ojos y su mirada topó directamente con la del aterrado niño, que era alumbrada por el fuego de las antorchas. Inmediatamente reconoció aquellos ojillos negros resplandecientes que había visto durante la batalla contra los pames. De pronto, en un santiamén tuvo una alucinación en el fondo de aquellos ojos negros; se vio a si mismo montado en una enorme lechuza blanca volando encima del gran valle donde se encontraba su territorio, con dirección al poniente, o sea el territorio de Mudú (en el diccionario Otomí se lee: señora de los difuntos). Su inteligente cerebro captó inmediatamente el mensaje divino, sin embargo dudó, a la vez que la expectación de la muchedumbre se imponía, el silencio era largo, denso; con ansia salvaje esperaban el último sacrificio.

Algo muy dentro del alma del guerrero se movió, se resquebrajó, sintió miedo, pero estaba en el y solo en el la fatal decisión. Finalmente triunfó su casta, su destino, su nahual y aventando hacia la multitud el pedernal, cogió al pequeño entre sus brazos y salió huyendo cerro abajo, rumbo a lo que ahora conocemos como el cerro de la Venta.


La plebe por un momento quedó desconcertada, tiempo que Toltzin aprovechaba para que sus fuertes y ágiles piernas ponían tierra de por medio; pasados unos instantes, el pueblo comprendió la gran traición, la gran afrenta a los dioses en especial a Xipe, y tal parecía a la luz del fuego, que sus facciones de por si diabólicas, adoptaban un rictus aun mas abigarrado.

Con gran gritería salió la estampida tras aquel que escapaba, lanzando dardos y piedras con sus hondas; pero el tiempo que había ganado Tzoltzin a la hora de tomar la gran decisión había sido precioso. Era el mas fuerte y rápido de su tribu y lo aprovechaba a la perfección, aunado a esto el perfecto conocimiento que tenía de todos los alrededores, no tardó en perderse entre los árboles y las sombras de la noche.


El alba los encontró cerca de la cima del gran cerro de la Venta. El pequeño despertó y lo primero que vio, fue a su verdugo-salvador poniendo una liebre atravesada por una rama al fuego que previamente había preparado por medio de una sofisticada técnica aprendida de su padre. Él lo volteo a ver, y por la sonrisa que esbozaron sus labios el pequeño supo que no quedaba nada de aquel hombre de la noche anterior. Comieron animadamente; el lenguaje era una barrera a medias, ya que el pame y el otomí tienen las mismas raíces (ambas pertenecen a la familia otomangue).

Una vez ganada la confianza del chico, el gigante se puso muy serio y adoptando una postura estoica, como pudo le explicó lo que había visto en sus obscuros ojos, y que eso debía interpretarse como el llamado que los dioses habían hecho al chico, así como también que el reinado como hombre-lechuza de él, había llegado a su fin; al salvarlo simplemente había cumplido con su deber. Terminando de decir esto, se quitó el collar que siempre había portado, el cual era de cuentas de jade con una pluma blanca por colguijo, y ceremoniosamente lo colocó al cuello del todavía incrédulo muchacho. Este le preguntó que como era posible eso, ya que ambos pertenecían a dos pueblos diferentes, a lo que Tzoltzin le contestó: “la lechuza no sabe de diferencias entre las razas humanas, la lechuza representa el espíritu de la naturaleza, con el cual el hombre debe aprender a vivir y nunca olvidarse de el o negarlo, ya que el hombre se estaría negando a si mismo”. No había terminado de decir dicha expresión, cuando se escuchó una especie como de zumbido, y Tzoltzin lanzó un doloroso quejido; había sido herido en el muslo izquierdo por un dardo con punta de jade, a la vez que volvió a escucharse cerro abajo los alaridos de guerra de la multitud. No habían dejado de seguirlos, era evidente y ya los habían vuelto a localizar. Con un gesto lleno de coraje el guerrero gruñó de dolor al tiempo que arrancaba de un jalón el proyectil, y tomando nuevamente al pequeño a cuestas emprendió la difícil huida. Mientras corría, pensaba que de el dependía la supervivencia del tótem, era su responsabilidad que la tradición continuara. Se encomendó a un nahual y sintió un torrente de energía que procedía quien sabe de donde, al tiempo que sus piernas imprimían mayor velocidad, aunque a su vez el desangramiento de la pierna herida aumentaba. Así pasaron el resto de la mañana, huyendo.

Había tomado, con toda intención, el rumbo del sureste ya que sabía que pronto llegarían a las barrancas, donde pensaba perderlos de una vez y para siempre; nadie como el conocía los atajos y lo escabroso de esos rumbos.

Poco antes de que el sol llegara a su cenit, Tzoltzin vislumbró la gran barranca que se abría como si la tierra hubiera sido partida por una poderosa deidad. Con habilidad y sabiduría empezó a bordear la gran barranca. Lo que el pretendía era llegar a un punto donde los dos labios de la gran oquedad se juntaban tanto que a lo sumo habría una separación de unas siete varas (unos 4.5 mt. Aprox). Él anteriormente había logrado salvar ese salto solo en dos ocasiones; la primera había sido como parte de su preparación, al haber sido iniciado en el en el rito de la lechuza por su padre, pues se requería de una gran fortaleza física y agilidad sobrehumana para alcanzar ese rango. Y la segunda fue cuando se delimitaron los espacios del Gran Imperio Otomí, tuvo que poner una marca en la roca que se encontraba del otro lado, representando con esto que la barranca quedaba incluida dentro de los terrenos del Gran Imperio, por considerarla sagrada. Esta vez lo volvería a intentar, solo que en esta vez sería para siempre, porque sabía que una vez que estuviera del otro lado nadie de sus antiguos compañeros, siquiera lo intentaría.
 


Sin embargo algo andaba mal, ya hacía unas horas que no había visto ni escuchado a sus perseguidores, conocía a su pueblo y sabía que no era posible que hubieran desistido en su intento por darles alcance. No obstante siguió su camino hasta encontrarse frente al ansiado lugar. La pierna herida, a pesar de haber dejado de sangrar abundantemente –por el torniquete de ramas que el mismo se había aplicado- aun sangraba y la pérdida ya había sido de consideración. Estudió el sitio y a lo lejos vio algunos árboles frondosos, lo que le alegró sobremanera, pues si el tiempo lo permitía lograría hacer un puente provisional con la unión de varias ramas grandes amarradas con varas mas delgadas, y sobre todo poniendo todo su talento e ingenio, el cual estaba seguro lo sacaría delante de la peligros situación. No era necesario arriesgar tanto intentando nuevamente el gran salto, sobre todo con eso dos grandes inconvenientes; el chico y la pierna herida. Una vez del otro lado de la barranca tiraría el puente al abismo, jalándolo de su lado.

Después de haber diseñado en la mente la manera en que haría la obra, le dijo al pequeño que lo esperara ahí, vigilante, mientras el empezaba a traer el material necesario del diminuto bosque que desde ahí se observaba.

Iba aproximadamente a la mitad del camino, cuando de pronto se estremeció. De entre los árboles a los cuales se dirigía, salió de nueva cuenta la muchedumbre lanzando sus aterradores alaridos de guerra. Por esa vez habían sido mas inteligentes que él, ya que supusieron bien que a ese sitio era el mas lógico que acudiría para intentar la hazaña por tercera vez. Él sin mas pensarlo dio media vuelta y corrió lo mas rápido posible que su pierna herida le permitía. Antes de llegar a donde el joven lo esperaba, empezó a gritar para prepararlo. En un principio el chico no lo escuchaba, entretenido contemplaba la majestuosidad de la barranca, hasta que escuchó unos gritos lejanos, y volteando rápidamente, comprendió de inmediato la peligrosa situación, no había salvación posible, sabía que de intentar el salto por parte de su maestro, con él encima sería fatal para ambos, entonces tomó una rápida y arriesgada decisión; en lo que Tzoltzin había estudiado el terreno, el no había perdido el tiempo y había notado que justamente el borde final era una gran roca saliente y debajo de ella había una pequeña oquedad, donde apenas podría caber un pequeño coyote. Haciendo acopio de su natural agilidad descendió por entre la roca hasta medio acomodarse en ese pequeño agujero, para que Tzoltzin intentara el salto el solo, y ojalá él corriera con suerte y sus enemigos se dieran por vencidos, pensando que ambos ya se habían separado desde antes.

El guerrero comprendió en el acto el inteligente plan trazado por el chico, cuando lo vio reptar deslizándose debajo de la gran roca, y decidió aprovechar el impulso que llevaba para intentar nuevamente la gran hazaña. Con la gran carrera que había emprendido, el amarre del torniquete había dejado de apretar y ya solo era un colgajo estorboso. La sangre brotaba a chorros; el desgaste era impresionante.

Había llegado el gran momento; Tzoltzin encomendándose a los dioses, se lanzó con toda su fuerza al tiempo que lazaba un poderoso grito para concentrar aun mas el esfuerzo. Justo a la par de ese grito sonó un estridente chillido, era el de la lechuza que volaba a unos metros arriba de el, era como si tratara de ayudarlo también en el esfuerzo............. no fue suficiente, la perdida de sangre y la improvisada forma de arrancar el salto fueron decisivas, el hombre se estampó en la pared rocosa de enfrente, y su cuerpo como un bulto se despeñó hacia el abismo.

Xipe estaba vengada.
El chico, que había sido mudo testigo de tan impresionante escena, ahogó un grito de pavor. Su destino estaba echado......

Casi inmediatamente llego la plebe al borde del precipicio, pues ya estaban por darle alcance. También habían presenciado todo. Por unos instantes se quedaron en silencio, tratando de ver con todo cuidado hacia el fondo. Ninguno se dio cuenta, que de haber girado la cabeza un poco hacia la pared, habrían descubierto al petrificado niño.

En ese momento sucedió algo mágico, espectacular; de pronto poco a poco empezó a ponerse oscuro el cielo, como si se anocheciera en pleno día. Espantados los hombres voltearon sus cabezas hacia el sol, y lo que vieron los lleno de espanto. El sol había perdido su batalla celestial y estaba siendo devorado justo en ese momento (seguramente por haber dejado inconcluso el último sacrificio), hasta ser totalmente engullido por su poderoso enemigo, dejando a la tierra en las tinieblas para siempre. Esto, para la mentalidad mágica en que vivían estos hombres, fue decisivo y como animalillos espantados no vieron otra opción que tirarse al vacío, pues ¿cual era la razón de seguir vivo, si la vida en la tierra pronto se acabaría? había que morir junto con su Dios. Y así todos y cada uno se lanzó entre gritos y llanto, hasta no quedar ninguno.

El niño no alcanzaba a comprender lo que estaba pasando y solo veía como pasaban junto a el los cuerpos en picada hacia el abismo.

Pasados unos instantes, una vez que se hubo cerciorado de que no quedaba ninguno, salió lentamente de su escondite, al tiempo que volvía poco a poco a hacerse de día. Se preguntó: “¿habrá sido todo un sueño, y acabo de despertar?” no lo sabía, lo único que si sabía es que siempre recordaría a Tzoltzin como un gran maestro. Emprendió el camino de regreso hacia el norte, hacia donde se encontraban los suyos. El sol estaba esplendoroso nuevamente, quizás como nunca lo había sentido, y alegre aceleró el paso.

Pero lo que el no notaba, es que la sombra que proyectaba en el suelo no era la suya, sino la de un ser alado. A lo lejos y delante de el, volaba la lechuza....... la tradición, estaba asegurada.

 

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